Almendras amargas

julio 03, 2015 0 Comments A+ a-





"Vive entre las llamas que su amor despierta y a más fuego, más pasión, más se acaparazona de hielo. Su existencia sólo se justifica en su vicio: el de la muerte.
Los decadentistas decimónicos la adoraban por misteriosa, pero también por corruptora, por sanguínea, por degenerada, por ese primitivo gozo hacia la violencia sádica, núcleo vital en el que la lujuria cerebral hace exquisita la depravación."
~Rebolledo, El decadente. Scheneider, Luis Mario.


Hace un par de años guardaba con recelo mi entonces más obscuro secreto de cualquiera en el mundo.
Fui cautelosa, hasta el momento de encontrarme demasiado cómoda en cierta presencia y no percatarme de haber devorado ya dos o tres pines de un tenedor plástico.
Entonces, avergonzada y derrotada le confesé: “Lo que pasa es que como plástico”.
Su rostro atónito me comunicó de inmediato lo que él no dijo, y en el candor del secreto ultrajado, terminé caminando sobre las vías del tren mientras le platicaba un par de curiosidades más.
Le dije de mi avidez por leer y por introducirme en mis lecturas demasiado, al grado de llorar la pena de los personajes. No lo comprendió y según recuerdo contestó: “Yo también”.
Pero eventualmente tuvo que entenderlo a precisión, cuando me vio entrar y salir de inexplicables rabias y depresiones.
Pero no quiero irme tan lejos, más bien a un día en que los mosquitos violentos rondaban nuestras cabezas y de mi libro extraviado emergí yo misma con un poema en el reverso.
Gran momento de mi existencia y de la plenitud que nacía en mi vientre en la época en que leía por tercera ocasión Cien Años de Soledad y me tumbaba a llorar al bendito Mauricio Babilonia.
Era una niña descubriendo el poder brutal del arte y lo sentía tocar cada músculo y cada vena, arte desde despertar hasta ir a la cama, arte en mis ojos y mi lengua. Volaba en una nebulosa que me mantenía en un mundo aparte y cada sensación y sentimiento me tocaba como ardiente lanza.
Entonces leí radiante los Cien Años y me enamoré tanto tanto, que hoy les toleró las burlas a los pseudoliteratos.
Pero ésta semana que me he sentado a leer con el ánimo rebosante El Amor en los Tiempos del Cólera no he hecho más que llorar y corregirle erratas.
Primero que nada, encendió una llamarada en mí que yo desconocía, porque la había ocultado en mucho, mucho alcohol y demás. La dejé incendiarme, pero resultó que me incineró y sopló la ceniza, después se alejó y se apagó en las turbias aguas del delirio.
Me temblaron las piernas de odio.
Después, me di cuenta que tras sembrar y cultivar en mi pecho durante varias temporadas, el fruto no era el esperado y tenía un sabor amargo a llanto forzado.
Caí en un vórtice extraño y no pude continuar leyendo, porque me asfixiaba y porque reconocía mil veces a Florentino Ariza.
Decidí suspender la lectura del libro, pero simplemente fui incapaz y terminé bebiendo Brandy con los pies mojados en un hogar que no había pisado yo en ya varios meses y en el que jamás imaginé ingerir alcohol; siguiendo el camino que recordaba como tatuado en mi memoria mientras una risa grave me azotaba la nostalgia, porque además, al portador le brillaban los ojos con una malicia que yo había visto jamás e incluso tuve que detenerme a mirarlos para comprender la ráfaga desconocida.
No tuve palabras para mentir y en cuanto me fue cuestionado, escupí la verdad entre apologías como si me causara escozor en la lengua.
No supe cómo proceder y mire al cielo aceptando fatalista el destino, tratando de moldear una nueva senda basada en lo que más yo más amo, en mi placer y pasión. Que aunque mutante, que aunque dañino.
Hubiese tenido que saber lo que estaba buscando antes de escribir insegura una decisión apresurada de la que desconocía ambiente, hubiese tenido que conocerme y conocer los mundos ajenos a mi.
Quizá si me hubiera detenido dos segundos...

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